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Jorge González von Marées - Dos Discursos

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     Presentamos en esta entrada dos discursos pronunciados por el que fuera fundador y Jefe del Movimiento Nacional-Socialista de Chile el abogado Jorge González von Marées (1900-1962), diputado electo durante dos períodos (1937-1945). El primero de los textos, "El Movimiento Nacional-Socialista de Chile como Única Solución de la Crisis Política y Social de la República", es del 21 de Junio de 1932, y el segundo lleva como título "Pueblo y Estado", editados ambos como folletos distintos en Santiago en esa época. El problema con este segundo folleto es que, de acuerdo al facsímil (con fecha de impresión de 1936), habría sido dado en Enero de 1936, "a su salida de la cárcel". Por lo que sabemos, El Jefe sólo estuvo preso tras la matanza de nacistas que ordenó el Presidente Arturo Alessandri (5 de Septiembre de 1938), los cuatro últimos meses de 1938; por ende, el discurso es de Enero de 1939, siendo curiosamente grave el error de la imprenta. El primer discurso, antes de definir al Movimiento, hace un conciso repaso y diagnóstico de los acontecimientos históricos de Chile. El segundo discurso, dado en el teatro Carrera en Santiago, a partir de los conceptos enunciados da sus razones de sus esperanzas en el pueblo chileno y de su salida de su postración. Que sin duda existe un Zeitgeist en estos razonamientos, es innegable, así como que a partir de ellos todavía puede verse cómo nos hemos ido alejando de aquellos ideales y sueños de manera colectiva, producto de toda una tendenciosa educación e imposición cultural, procesos que, bien sabemos, de ninguna manera son irreversibles, por aquello del Eterno Retorno de todas las cosas. Y al final hemos agregado una breve semblanza de Jorge González hecha por Tito Mundt (Santiago Mundt Fierro), Premio Nacional de Periodismo 1957, que aparece en su libro de retratos "Yo Lo Conocí" (Santiago, Zig Zag, 1965).



EL MOVIMIENTO NACIONAL-SOCIALISTA DE CHILE
COMO ÚNICA SOLUCIÓN
DE LA CRISIS POLÍTICA Y SOCIAL DE LA REPÚBLICA
por Jorge González von Marées
21 de Junio de 1932


     Discurso pronunciado por el Jefe del M.N.S. don Jorge González von Marées, en la primera asamblea nacista, celebrada en Santiago de Chile el 21 de Junio de 1932.



EL MOVIMIENTO NACIONAL-SOCIALISTA DE CHILE


     En la historia política y social de Chile pueden distinguirse dos etapas perfectamente marcadas. La primera se extiende desde los comienzos de nuestra vida independiente hasta el año 1920; la segunda se inicia con la ascención al poder del Presidente Alessandri, y continúa hasta nuestros días.

     La primera de estas fases de la historia de Chile se caracteriza por el predominio, sin contrapeso, en todas las actividades nacionales, de una oligarquia plutocrática. Los destinos de la nación están, en esa época, entregados por entero a los grandes terratenientes de la zona central del país, que dirigen la cosa pública desde los salones de la aristocracia santiaguina. Sólo por excepción algún espíritu selecto que no pertenezca a la categoría social de los dirigentes logra tener entrada en esos círculos, que constituyen la antecámara obligada de quienes aspiran a ocupar algún sillón en el Congreso o en La Moneda.

     Los problemas que en esa etapa de la vida nacional apasionan a la opinión pública son de orden meramente constitucional o doctrinario. En el Parlamento, en las asambleas de los partidos y en la prensa se quiebran lanzas en defensa de los principios políticos proclamados por los revolucionarios franceses como verdades inconcusas, y se derriban ministerios y se enardecen hasta la exasperación los ánimos, por las divergencias de opinión que se suscitan con motivo de la interpretación de algún precepto de la Constitución Política del Estado.

     Los problemas económicos y sociales, las aspiraciones de clase y los conflictos que ellas suscitan, sólo en muy contadas ocasiones llegaron en ese período a preocupar seriamente a los hombres dirigentes y a la opinión del país. Las doctrinas socialistas y de solidaridad humana, puestas en boga a comienzos del siglo pasado en el viejo continente, no podían prosperar en un pueblo que aún no había salido del régimen patriarcal de vida y cuya actividad económica era incipiente. Las "reivindicaciones" que propician esas doctrinas aparecían como monstruosas aberraciones para una sociedad acostumbrada a considerar las clases media y popular como constituídas por seres inferiores, cuya suerte se hallaba inexorablemente ligada a la voluntad omnímoda de la clase dirigente. Y aún para los mismos favorecidos con esas doctrinas, resultaban ellas del todo incomprensibles, acostumbrados como estaban a mirar su situación de dependencia como un hecho fatal de la vida.

     Sólo a principios del presente siglo se empiezan a percibir síntomas de transforrnación de la mentalidad nacional en materia de concepciones sociales. La llegada al país de agitadores extranjeros produjo lentamente el despertar de las masas populares en las grandes ciudades industriales. Los conflictos del trabajo, desconocidos hasta entonces, comenzaron a hacerse relativamente frecuentes.

     A medida que avanzan los años y con ellos el desenvolvimiento económico nacional, los fenómenos apuntados arrecian y aumentan en número e importancia. Se escuchan entre las masas obreras algunos clamores de reivindicación social, y se perciben en ellas los primeros síntomas de organización. Las nuevas ideas se propagan por fábricas y talleres y comienzan a desbordarse por los campos vecinos a los grandes centros urbanos. Y al rnismo tiernpo que hacen presa de la población obrera de la República, se infiltran en las capas sociales superiores. Grupos de estudiantes y maestros se hacen eco de los clamores de los agitadores obreros y se constituyen en los más exaltados propagadores de la guerra de clases. Por su parte, los partidos políticos también entran a preocuparse de los nuevos problemas, incluyéndolos en lugar preferente en sus programas, y algunos tímidos proyectos de leyes sobre la materia logran llegar hasta la mesa del Congreso y ser aprobados, después de largas y laboriosas discusiones.

     Con todo, el ambiente general no ha cambiado sensiblemente. La vida de la República no ha sufrido aún ninguna sacudida a fondo. El control del Gobierno permanece en manos de la oligarquia dirigente; los partidos políticos, aunque un tanto resentidos en su estructura y dejando entrever los primeros síntomas de descomposición, reflejan aún, en sus diversas tendencias, el sentir de la opinión nacional. Las prédicas revolucionarias son duramente condenadas por la masa culta del país y encuentran, al parecer, sólo escaso ambiente entre los elernentos populares. No era, sin embargo, que éstos no estuvieran preparados para escucharla; faltábales sólo un caudillo, cuya voz fuera lo suficientemente potente para hacerlas despertar de su modorra centenaria.

     Y, como sucede siempre en situaciones semejantes, el caudillo no tardó en aparecer.


* * * *

     Las elecciones presidenciales de 1920 marcan el comienzo de una nueva Era en la vida nacional.

     Con una maestría que difícilmente podrá ser superada, supo Alessandri enarbolar, como emblema de su campaña política, la bandera de las reivindicaciones sociales. La elocuente palabra del tribuno, que con frases cálidas y vibrantes anunciaba al país el advenimiento de una Era de bienestar nunca soñada hasta entonces, produjo efectos mágicos. Toda la clase media y popular del país se puso decididamente del lado de quien a sí mismo se llamaba el candidato del pueblo, de "su" pueblo...

     Por primera vez en Chile la lucha política degenera en lucha social.

     Llegado al poder, el hábil conductor de multitudes se manifiesta como un pésimo conductor de pueblos. La situación de las clases menesterosas, que tanto esperaban de la acción del caudillo, lejos de mejorar, empeora considerablemente desde que éste entra a La Moneda. La lucha de clases, suspendida momentáneamente después del triunfo de la corriente popular, se renueva con vehemencia, en forma de conflictos de todo género. Los antagonismos entre capital y trabajo se hacen cada día más profundos, y dan origen a una serie interminable de huelgas y trastornos, que el Gobierno se manifiesta incapaz de evitar. El valor de la moneda desciende hasta límites nunca alcanzados antes, y el costo de la vida aumenta en proporción directa de aquel descenso.

     Como un medio de contrarrestar la ola de desprestigio que amenaza sepultarlo, el Presidente recurre a golpes de efecto, con los que sólo consigue ahondar el mal. Sus incidencias con el Senado le dan ocasión para reiterar públicamente su profesión de fe manifestada como candidato: si sus promesas permanecen incumplidas, no es ciertamente por su culpa; es el Senado, es la vieja oligarquía plutocrática la que se opone a su labor de redención social.

     La guerra social quedó, pues, planteada de un modo decisivo por Alessandri; pero éste no supo ganarla, pues fue incapaz de concretar, durante su gobierno, las nuevas aspiraciones que su palabra inspirara en el alma nacional. Demoledor de la oligarquía hasta entonces imperante, careció de facultades para reemplazar esa fuerza politica por otra que encarnara las nuevas tendencias. Viose, por ello, obligado a gobernar con los desechos de los partidos políticos tradicionales, es decir, con elementos en su mayor parte oportunistas, faltos de capacidad y de entereza moral, que lo llevaron al más rotundo fracaso.

* * * *

     El movimiento militar de Septiembre de 1924 señala el término de esta lucha, Contrariamente a lo que se ha afirmado, dicho movimiento no fue premeditado. Fue un fenómeno espontáneo, consecuencia obligada de la lucha social iniciada en las urnas de 1920 y de la incapacidad demostrada por el candidato triunfante para transformar en realidad sus promesas eleccionarias. Socialmente, ese movimiento significó el triunfo definitivo de las clases populares sobre la vieja oligarquía; políticamente, la muerte del régimen de gobierno democrático-parlamentario y, por ende, de los partidos históricos como fuerza política. Alessandri, derrotado por ese movimiento como gobernante, triunfaba, en cambio, como caudillo.

     Los dirigentes de la política chilena tradicional no supieron o no quisieron comprender el verdadero y trascendental alcance de la revolución de Septiernbre. Creyeron, en efecto, que esa revolución no habia hecho sino eliminar a un gobernante inepto, para restablecer el predominio de la antigua política de partidos, sin modificar en nada la estructura política y social de la República. Al amparo de una Junta de Gobierno desorientada y débil, se dieron a la tarea de reconstituír sus fuerzas maltrechas y desorganizadas por cuatro años de violentas luchas, y se aprontaron para reasumir, como antaño, la dirección de la cosa pública.

     En estos preparativos los sorprendió el nuevo levantamiento militar de Enero de 1925, que vino a precisar el verdadero alcance de revolución social que tuvo el movimiento de fuerza iniciado algunos meses antes. No se trataba de eliminar a un hombre, sino todo el régimen social y político imperante hasta entonces. Se trataba de transformar radicalmente el ritmo de vida de la nación, dando al Estado, además de su función política, una función social preponderante, y desposeyendo de sus privilegios a la clase que hasta entonces había tenido en sus manos la dirección de los intereses colectivos.

     Se entabla, de este modo, una guerra sorda entre los restos de la antigua oligarquía, por una parte, que no se resigna a aceptar la pérdida de su centenaria situación de predominio, y el nuevo sentimiento popular, por la otra, que, aunque consciente de su triunfo y de su fuerza, no encuentra una forma política adecuada para darle consistencia. La oligarquía liberal se refugia y concentra en los partidos históricos, que pugnan por mantener la cohesión en sus filas; a su vez, el germen socialista que anida en la masa, falto de una fuerza organizada que lo encauce, acude a buscar amparo en el Ejército. Civilidad y constitucionalidad pasan a ser sinónimos de reacción plutocrática; militarismo y dictadura, la encarnación de las nuevas aspiraciones socialistas.

     Consecuencia de la lucha entre estas dos tendencias, es la sucesión alternativa, desde entonces hasta la fecha, de dictaduras y fugaces regímenes constitucionales. Es así como al movimiento de Enero de 1925 sigue casi de inmediato un intento de reacción del constitucionalismo, mediante el restablecimiento en el poder del Presidente Alessandri, maniobra que, a su vez, es anulada por el contragolpe dictatorial que motivó la segunda caída de este mandatario. El nuevo intento reaccionario de la oligarquía, caracterizado por el ''retorno a la constitucionalidad" bajo la presidencia de Figueroa, tampoco fue duradero, y lo vemos caer muy pronto y con estrépito, vencido por la dictadura militar de Ibáñez. Este mandatario se dio a la tarea de destruír y dispersar hasta los últimos jirones de las huestes políticas de la reacción, pero, desgraciadamente, no tuvo visión de estadista para permitir que bajo su gobierno se organizara la nueva fuerza nacional que viniera a reemplazarlas. Fue éste, indudablemente, el mayor de los desaciertos del Dictador, cuyos despilfarros y errores administrativos pierden toda importancia frente a la descomposición espiritual y a la degradación moral en que su política personalista y torpe sumió a la República.

* * * *

     Llegamos, por fin, a la revolución de Julio de 1931. El país, en un soberbio gesto de rebelión, logra unir sus fuerzas morales desquiciadas y dispersas por cuatro años de vejámenes, y echar por tierra un régimen de arbitrariedad y de opresión.

     Por desgracia, esa fuerza moral avasalladora, que fue capaz de derribar una tiranía que parecía invulnerable, no tuvo consistencia. Nacida por la presión de las circunstancias, careció en absoluto de orientaciones. Sus heterogéneos componentes sólo estaban de acuerdo en una finalidad: el derrocamiento de la dictadura; conseguido este objetivo, desapareció el único vínculo que la había traído a la vida, y con ello sobrevino el desbande.

     Aunque con caracteres externos diferentes y aún opuestos, se reproduce, pues, exactamente, en esta nueva etapa de la vida nacional, el fenómeno que ya nos fue dado contemplar en 1924: la nación, en un esfuerzo nacido de su instinto de conservación, se rebela contra un régimen de gobierno que la conduce a la ruina, pero es incapaz, en seguida, de aprovechar este esfuerzo. En 1931, como en 1924, la revolución carece de una fuerza estable que pueda conducirla a puerto. Pasados los primeros días de fervor patriótico y llegada la hora de la reconstrucción, sobrevienen casi en seguida el desconcierto y las discordias. Una vez más los restos dispersos de los viejos partidos creen que la revolución ha sido hecha en beneficio de ellos; una vez más, bajo una capa de civilismo y constitucionalidad, los elementos del liberalismo decrépito pretenden tomar para sí la dirección de la cosa pública. iLas dolorosas experiencias de cerca de diez años de fracasos y disturbios no han sido suficientes para enseñar al país que es vano intento el pretender gobernarse con cadáveres!.

     Pues cadáveres son, hace ya años, los históricos partidos politicos de Chile. Esos partidos, que nacieron y plasmaron sus doctrinas en la etapa liberal de nuestra historia, murieron para siempre, junto con la época que les dio vida. Y tan vana tarea es pretender resucitarlos, cambiándoles sus nombres y programas, como querer restablecer ese pasado, ya definitivamente ido.

     Lo que decimos de los partidos chilenos, debemos decirlo también de sus hombres dirigentes. El alma politica de esos hombres está plasmada en una ideología anacrónica y en un concepto de la vida que no corresponde al ritmo de la hora presente. El espiritu del siglo pasado domina en ellos. A pesar de las aparentes mutaciones que muchos de esos hombres hayan podido experimentar en sus tendencias doctrinarias, en el fondo, en la estructura interna de cada uno de ellos, subsiste la antigua mentalidad democrático-liberal, que les impide comprender y medir en su verdadero alcance los fenómenos colectivos frente a los cuales les corresponde actuar. La Constitución, la ley, la libertad, continúan siendo para esos hombres como lo fueron para nuestros abuelos, conceptos politicos intangibles, especies de fetiches, ante cuya majestad deben doblegarse todas las demás concepciones y problemas.

     Es por esto que, posesionados nuevamente del poder los viejos partidos y sus hombres, no fuera aventurado predecir el derrumbe a corto plazo del regimen anacrónico que pretendieron restablecer en Chile. Un gobierno sin alma y cuya mentalidad política distaba treinta años de la hora presente, no podía mantenerse: su sentencia de muerte, fatal, ineludible, quedaba dictada al día siguiente de la revolución que lo llevó al poder.

     Hubo, sin embargo, un medio de evitar la catástrofe. Derrocada la dictadura que oprimía la conciencia nacional y le impedía manifestarse libremente, y restablecidas —con amplitud excesiva, por cierto— las libertades públicas, la opinión sana del país debió aprovechar esta oportunidad que se le ofrecía, para organizar la fuerza espiritual que habría de encauzar a la nación por sus nuevos derroteros. Pero, como en tantas otras ocasiones, también esta vez la oportunidad fue desperdiciada. Aunque en el sentir de todos estaba la necesidad de reemplazar las carcomidas fuerzas políticas que se unieron en torno al gobierno del Presidente Montero, nadie acertó a materializar una acción en ese sentido. Se prefirió seguir contemplando, como hasta entonces, desde el balcón el desarrollo de los acontecimientos, y no fueron suficientes los destellos trágicos de Coquimbo y Copiapó para despertar la conciencia nacional, que dormitaba plácidamente, en espera de que, una vez más, la legendaria buena estrella de Chile nos habría de proteger de la borrasca que se vislumbraba.

     El despertar ha sido rudo. A la placidez de varios meses, han sucedido, en pocas horas, el estupor y el pánico. iTodo ese hermoso castillo de constitucionalidad ha caído derribado en ruinas al primer embate de un pequeño grupo de audaces!.

     Un nuevo y desesperado esfuerzo de la oligarquía democrático-liberal para retener en sus manos las riendas del gobierno, ha fracasado. Y ha fracasado, no por la acción de los hombres que hicieron la revolución que se ha dado en llamar "socialista", simples y efímeros muñecos de un hondo proceso histórico, sino que por la fuerza natural de los acontecimientos, que no permiten que se les desvíe o detenga en su curso fatal. La Historia es irreversible, y el pueblo que pretende desconocer este hecho, obstinándose en resucitar un pasado que podrá añorar pero no hacer revivir, está condenado, fatalmente, a morir.

* * * *

     Chile se encuentra, en estos momentos, en una de esas encrucijadas de la vida de las naciones, en que del camino que ellas escojan depende su porvenir histórico.

     Dos son los caminos que se presentan ante nuestros ojos. Es uno de ellos el que hasta ahora hemos seguido, y es éste, sin duda, el más fácil de seguir. Para hacerlo, nos bastará continuar bajando la pendiente, arrastrados por los acontecimientos y sin preocuparnos del abismo que se abre a nuestros pies. Seguiremos por él, dejando cada día en el lodo un jirón de nuestra nacionalidad. Sufriremos nuevas dictaduras y efímeras reacciones; elaboraremos, una en pos de otra, nuevas Constituciones políticas, con la ingenua esperanza de que éstas habrán de restituírnos una "normalidad" que nunca llegará; a cada cambio de gobierno, la eterna ilusión popular se embriagará con nuevas y brillantes promesas, que casi en seguida se transformarán en otros tantos desengaños. Juguetes del capricho de algunos ambiciosos, seremos mudos testigos de revueltas sin fin, hoy militares, mañana comunistas, cada una de las cuales será un paso más por el camino del caos y la anarquía.

     El otro camino es más difícil de seguir, pues su senda es escarpada y requiere, para escalarla, de un gran esfuerzo de voluntad. Pero, aunque llena de escollos, es esta senda la única que podemos escoger, si deseamos reconquistar para Chile su prestigio de nación poderosa y culta, si deseamos restablecer en esta tierra la paz política y social, si deseamos legar a nuestros hijos una patria grande y respetada y no un hacinamiento de escombros.

     Del rápido análisis que hemos practicado de los fenómenos políticos y sociales que han sacudido a Chile en el último decenio, se desprende un hecho que constituye la causa real y única del desconcierto que hoy nos agobia. Ese hecho, preciso y fatal, que hasta ahora no ha sido reconocido con la necesaria claridad, lo constituye, como ya dijimos, el desaparecimiento definitivo de toda una etapa de nuestra vida ciudadana: la etapa democrático-liberal.

     La muerte del liberalismo económico es un fenómeno que para nadie puede ser ya motivo de discusión. Los conceptos socialistas de la economía se han impuesto en la conciencia colectiva, y sería un loco o un necio quien pretendiera negar este hecho u oponerse a su realización. Pero, junto con morir el liberalismo económico, ha muerto también el liberalismo político. La democracia individualista, instaurada por los revolucionarios franceses a fines del siglo XVIII, fue un fenómeno correlativo con el individualismo económico nacido en esa misma época. La una y el otro no constituyeron sino las manifestaciones inseparables de un estado espiritual único, que tendía a dejar en libertad todas las fuerzas creadoras del hombre, para ponerlas al servicio de sus apetitos económicos. El régimen democrático-parlamentario fue indispensable para el normal desarrollo de la economía liberal. El capitalismo industrial y comercial necesitaba de la más amplia libertad política para el desenvolvimiento de sus empresas; necesitaba del sufragio universal para poder controlar con su dinero la dirección de la cosa pública; necesitaba del constitucionalismo parlamentario para contrarrestar y anular la fuerza moral de los gobernantes que pretendieran oponerse a sus especulaciones.

     Ahora bien, muerta esa economía libre y sin control, y reemplazado el concepto de "botín"de la antigua Era individualista, por el concepto de "función social"de la nueva Era socialista, ha muerto también, necesariamente, la democracia política, que sirvió de instrumento y de palanca al individualismo económico. Así como la economía liberal necesitó para prosperar de un sistema político también liberal, así la economía socialista requiere, para surgir y fructificar, de un sistema político socialista.

     El error de los hombres que han dirigido la política chilena en lo que va corrido de la Era económico-socialista de Chile, iniciada en 1920, ha consistido, precisamente, en desconocer la íntima relación que existe entre la economía de las naciones y sus sistemas de gobierno. Se ha pretendido y se pretende realizar la economía socialista manteniendo el régimen democrático- parlamentario de gobierno, o sea, haciendo una amalgama híbrida entre el socialismo económico y el liberalismo político. Los partidos políticos de la Era liberal han creído suficiente, para amoldarse a las nuevas circunstancias, cambiar algunos puntos de sus programas, incluír en ellos conceptos sociales y económicos más o menos avanzados, pero manteniendo rígida su estructura espiritual, sus ideologías democrático-parlamentarias, sus abstracciones acerca de la libertad e igualdad ciudadanas; en una palabra, su concepción liberal del Estado. De aquí el fracaso de esos partidos cada vez que han pretendido reasumir el poder; de aqui su absoluta desvinculación de la opinión nacional; de aquí su muerte definitiva, mal que les pese a los eternos ilusos que creen poder infundir nueva vitalidad a esos organismos mediante fusiones, cambios de nombres o abstractas reformas doctrinarias.

     Pero, de aquí también la imperiosa necesidad de reemplazar esos partidos, que ya hicieron época, por una nueva fuerza política; de reemplazar en el alma nacional la concepción liberal del Estado por la concepción socialista del Estado.

     Es éste el segundo de los caminos indicados. Es ésta la tarea que ha resuelto echar sobre sus hombros el Movimiento Nacional-Socialista de Chile.

* * * *

     ¿Qué es el nacismo?

     Ya lo hemos definido. Es un movimiento que tiende a organizar y a unir en un solo haz la sana opinión pública de Chile, hoy desorientada y dispersa, para constituír con ella una fuerza nacional que esté en condiciones de encauzar y dirigir, por medio de sus individuos de selección, los nuevos destinos políticos, sociales y económicos de la República.

     El nacismo es, ante todo, un movimiento nacional: no es un partido político, al estilo de los viejos partidos de la época liberal. Su finalidad no consiste en pretender realizar un programa rígido y dogmático, sino que en crear una fuerza civil, pletórica de vida, de la que habrá de surgir una nueva concepción del Estado, en armonía con las tendencias sociales, económicas y espirituales del siglo.

     El nacismo es un movimiento popular. En él habrán de tomar parte todos aquellos chilenos que sientan el deseo vehemente de encauzar por nuevas vías los destinos nacionales, todos aquellos en cuyo fondo arda aún el anhelo de levantar a la Patria de la postración y la miseria en que hoy la vemos sumida. El pueblo de Chile, esa masa inmensa que sólo desea paz y trabajo, constituye la base de nuestra organización. Todas las fuerzas creadoras de la nación: el industrial y el obrero, el profesional y el empleado, hallarán colocación en nuestras filas, para laborar en común por el mejoramiento colectivo. En nuestra marcha impetuosa a la conquista del porvenir, irán estrechamente unidos los trabajadores del músculo y del cerebro, el hombre de alcurnia y el proletario.

     El nacismo es una fuerza moral. Los valores espirituales de la raza, la hombría, la rectitud de intención, la fe inquebrantable en los destinos de la Patria; en una palabra, todos esos dones morales con que la Providencia colmó a nuestra nacionalidad y que hoy parecen adormecidos, serán rehabilitados por nosotros y concentrados en un impulso potente, que restablecerá el prestigio nacional, traerá paz y tranquilidad a las conciencias y hará vibrar hasta las útimas fibras de la nación en un grandioso ritmo de trabajo, de orden y de justicia social. Restablecer en Chile el orgullo de raza, he ahí nuestra misión fundamental.

     Pero, junto con constituír una fuerza moral, el nacismo sabrá ser también una fuerza física, que a la violencia no trepidará en responder con la violencia. Condenable en principio, la violencia es necesaria cuando la razón se hace impotente para imponer la cordura. Las ideas no pueden combatirse con ideas cuando quienes las sustentan echan mano de los medios más brutales y vedados para el logro de sus fines. En tales casos, a la fuerza es necesario responder con la fuerza; al ataque, con el contraataque. Por lo tanto, las hordas extremistas, que pretenden arrasar a sangre y fuego todo el edificio de una inmensa cultura, serán puestas en jaque por nuestras jóvenes legiones, a cuyos pasos marciales volverán a vibrar, con optimismo decidido y fervoroso, hasta los más apartados rincones de Chile. .

     El nacismo es un movimiento socialista. Pero nuestro socialismo no tiene punto alguno de contacto con el marxismo internacional, ni con ninguna de esas doctrinas utópicas, que hacen girar la grandeza y felicidad de los pueblos en torno, exclusivamente, al materialismo económico. El socialismo nacista no está fundado en la lucha de clases sino que en la cooperación de los diversos grupos sociales; no está fundado en la contraposición innoble y hostil de aquellos que codician las riquezas y aquellos que las poseen, sino que en la íntima colaboración de todas las fuerzas creadoras de la nación, para obtener de ellas el máximum de rendimiento en beneficio colectivo; no está fundado en el predominio de una clase, sino que en la elevación material y moral de todo un pueblo.

     Somos socialistas en el sentido de que, en todas las actividades nacionales, deseamos que el concepto de lucro, de interés individual, sea reemplazado por el de "función social". El individuo, junto con laborar para sí, debe laborar para la colectividad, y en la lucha de sus intereses personales con el interés colectivo, debe predominar éste sobre aquéllos. No pretendemos la nivelación sistemática de los individuos, pues ello, además de no ser posible dentro de las condiciones de la naturaleza humana, sería en extremo perjudicial para el desarrollo y progreso de la colectividad. El más capaz tiene derecho a surgir y triunfar en la vida, y no sólo tiene el derecho a ello, sino el deber de hacerlo. Cada individuo está en la obligación de poner al servicio de la sociedad sus fuerzas físicas e intelectuales, de tenderlas al máximum y transformarlas en una herramienta del progreso general. El hombre de Estado, el obrero, el comerciante, desempeñan, cada uno en su respectiva actividad, una función social. Cada uno de ellos debe, por lo tanto, sentir y comprender el hondo y necesario alcance de su misión, y no considerarse deprimido por ella. No es el puesto el que debe prestigiar al individuo, sino que es el individuo quien debe prestigiar el puesto. Lo esencial no es ser obrero, ser abogado o ser politico, sino que saber ser obrero, saber ser abogado, saber ser político. Saber serlo y tener el orgullo de serlo.

     La concepción nacista del Estado otorga a éste una amplia tuición sobre todas las actividades nacionales. Es el Estado quien debe controlar y encauzar la iniciativa particular, con el objeto de hacerla rendir el máximum de eficiencia en beneficio del interés general; es el Estado quien debe reprimir las degeneraciones y vilezas del capitalisrno parasitario y reducir el dinero a su sana función de instrumento de producción y de progreso; es el Estado quien debe protección al que trabaja y asistencia al desvalido. El Estado, tal como nosotros lo concebimos, es el motor e inspirador supremo de la vida nacional en sus múltiples manifestaciones, ya sean éstas administrativas o económicas, intelectuales o afectivas.

     El socialismo nacista se traduce, por lo tanto, en la concepción del individuo como un servidor del Estado. Es por ello que el corolario obligado de nuestra ética politica es la disciplina. Siendo para nosotros "socialismo" sinónimo de orden, de selección, de renunciamiento del individuo en beneficio de la colectividad, no es posible concebir su realización sin una sólida disciplina. Disciplina espiritual más que física, disciplina de convicción y no de imposición. Disciplina que permita colocar a cada cual en el puesto que por su capacidad le corresponda, que perrnita compeler al pudiente a desprenderse de parte de su haber en beneficio del menesteroso, que permita coordinar todas las energías individuales de la nación, para hacerlas actuar en un solo impulso de prosperidad y de grandeza.

     El nacismo, por último, antes que los programas, considera los hombres. Es necio pretender modificar las condiciones de existencia de un pueblo con la simple elaboración de programas doctrinarios. Esos programas, por más generosos y avanzados que sean, no lograrán salir del papel en que están escritos si para cumplirlos no se cuenta con los elementos humanos necesarios. Tenemos, por cierto, un bello programa de tendencias políticas, sociales y económicas claras y definidas; pero no nos forjamos ilusiones acerca de la posibilidad de cumplir ese programa, si previamente no contamos con los hombres capaces de llevarlo a la realidad. De aquí que, junto con organizar en torno a nuestras ideologías las fuerzas activas de la nación, nos dediquemos, también, desde un principio, a la tarea de seleccionar los elementos humanos que, en la hora oportuna, habrán de hacer una realidad de nuestras aspiraciones. Chile, en los actuales momentos, más que programas, requiere hombres. Requiere personalidades vigorosas y resueltas, aptas para la acción y con un claro concepto de sus deberes para con la colectividad. Esas personalidades existen en Chile, como existen en toda nación joven y fundamentalmente sana; por eso, sólo precisa destacarlas, despejando el ambiente del vaho de inmoralidad, pesimismo y desconcierto que hoy todo lo invade.

* * * *

     Es tiempo ya de que los hombres sanos de esta tierra se decidan a actuar. Es tiempo ya de que la audacia de los grupos de ineptos e inescrupulosos que hace varios lustros se disputan el gobierno del país, no continúe disponiendo a su antojo de los destinos de la Patria; es tiempo de que la añeja politiquería de círculos y caudillos, triste despojo de una política que en su tiempo fue grande y útil, pero que ya hizo época, ceda el paso a las nuevas fuerzas espirituales que surgen incontenibles de Norte a Sur de la República. Sólo la unión disciplinada de esas fuerzas tendrá poder suficiente para poner atajo al caudillaje que despedaza la nación; sólo ese haz espiritual, libre de compromisos y de prejuicios de castas, será capaz de detener la ola de anarquía que hoy nos inunda; sólo la unión férrea de los elementos más selectos de la raza, de aquellos que aún sienten bullir en sus venas la sangre de Arauco y de España, puede darnos la fuerza necesaria para ahogar los postreros estertores de la reacción plutocrática y hacer morder el polvo al comunismo moscovita.

     Esa fuerza, ya lo hemos dicho, va a ser constituída por el Movimiento Nacional-Socialista de Chile. En torno a nuestros ideales acudirán a agruparse todos los verdaderos chilenos, sin distinción de credos, ni de tendencias, ni de condición social. Todo el que en el fondo de su alma sienta aún vibrar las fibras del orgullo de la raza, todo el que aún crea en los gloriosos destinos de esta tierra, habrá de unirse a nosotros para trabajar, bravamente y hombro contra hombro, por la reconstrucción de la Patria.

     Dura será la tarea, pero cada vez que en la brega sintamos flaquear nuestras fuerzas, sabremos cobrar nuevos bríos y recordar la promesa del nacista, que prestáramos en hora solemne:

     En el nombre de Chile, en el nombre de los que labraron el prestigio y la gloria de Chile, juro consagrarme, por entero y por siempre, a la grandeza de Chile.



Pueblo y Estado
por Jorge González von Marées
12 de Enero de 1939


     Discurso pronunciado por Jorge González, Jefe del Movimiento Nacional-Socialista de Chile, a su salida de la cárcel, el 12 de Enero de 1939, en el Teatro Carrera de Santiago.


LA DISYUNTIVA DE LA HISTORIA

     Las colectividades humanas, en su desarrollo milenario, se han agrupado siempre en dos posiciones: unas, que son sujetos de la Historia, y otras, que son simples objetos de ella. Las primeras son las que hacen la Historia, son aquellas que dirigen los destinos de los pueblos; son las que han legado por centurias y milenios sus actos heroicos, sus descubrimientos científicos, sus esfuerzos en pro del mejorarniento general. Las segundas, es decir, las colectividades que son simples objetos de la Historia, sólo constituyen el botín de las primeras.

      En el desenvolvimiento de la Humanidad, ambos grupos han recorrido caminos paralelos, cuya trayectoria persiste en la actualidad y continuará subsistiendo en el porvenir. De aquí que la primera preocupación de toda colectividad que desee figurar en la Historia deba ser la de resolver el problema interno de si ella desea encauzar y dirigir la Historia, o si se resigna a ser un simple botín en el desarrollo de los acontecimientos.


PUEBLO Y ESTADO

     ¿Qué requiere una colectividad para ser sujeto de la Historia?

     Requiere que en ella exista un pueblo y un Estado.

     No todos los conglomerados humanos pueden calificarse como pueblo; la mayoria de ellos no son tales, sino que constituyen simples hacinamientos de seres vivientes. Porque un pueblo no es sólo un conjunto de individuos sino una amalgama de sangre y de historia.

     Para que pueda hablarse de la existencia de un pueblo, se requiere que sus elementos componentes estén unidos por una sangre común y por una historia común, y que sus miembros palpiten al unísono bajo los mismos sentimientos y anhelos. Sólo los conglomerados que están en situación de presentar esta comunidad de sangre y de historia se elevan a la categoría de pueblos.

     Pero el pueblo, por sí solo, no basta para constituír una nación. Es necesario, además, que en armonía con él marche el Estado, que es la herramienta política con que el pueblo realiza su destino. El Estado debe saber dar forma a las ansias y a los anhelos de progreso y de poder del pueblo, mediante la estructuración política del mismo, de acuerdo con las exigenciaa de la época en que le corresponde actuar y con las necesidades colectivas que esa época imponga.

     Sólo un entrelazamiento muy firme y estrecho del pueblo con el Estado produce esa entidad superior que se denomina Nación, y que es la que conduce a las colectividades a la dignificación y al triunfo en las lides de la Historia.


EL CASO DE CHILE

     Analicemos, ahora, la posición de Chile frente a estos dos conceptos de pueblo y Estado.

     En 1810, cuando Chile surgió a la vida independiente, la colectividad humana que poblaba nuestra tierra era indudablemente un pueblo. Había en ella una raza unida y homogénea, formada por la fusión, a través de tres siglos, de la raza aborigen araucana y de la raza conquistadora española.

     Pero, en las primeras décadas de la Independencia, el pueblo chileno se encontró sin un Estado que le diera vida y forma propia. Surgieron, por eso, los dictadores y caudillos, como Carrera, O'Higgins, Freire y tantos otros, que se disputaron enconadamente el poder, sin conseguir estabilizarlo.

     No pudo, pues, el pueblo chileno, en esos primeros años de Independencia, adquirir los contornos de una nación, porque careció del Estado, es decir, de la organización política que fuera capaz de darle esos contornos.


ÉPOCA PORTALIANA

     Por felicidad para nuestra tierra, surgió en 1830 don Diego Portales, el estadista que con mirada de águila comprendió todo el inmenso partido que se podía sacar de este pueblo de pasta magnífica, si se le dotaba de un Estado que interpretara fielmente sus necesidades y anhelos, y que fuera capaz de encauzarlo por la vía del triunfo para transformarlo en el guía de los pueblos de la América española.

     Portales, con férrea voluntad, con talento superior y con indomable energía logró su objetivo, después de ardua lucha, en la que hubo de dejar su propia vida.

     Gracias a este esfuerzo sublime, coronado por el sacrificio del hombre que lo había realizado, Chile pudo transformarse, durante casi un siglo, en la nación más progresista de la América Hispana, para cuyos pueblos pasó a ser un modelo y ejemplo por la virtud de sus gobernantes y la laboriosidad de sus hombres.

     En el período comprendido entre 1830 y 1891, Chile escribió las páginas más brillantes de su historia, no sólo en glorias militares, sino que en todas las actividades del trabajo humano. Jamás los chilenos hemos meditado lo suficiente sobre el significado de esos sesenta años de nuestra historia; jamás hemos observado que la magnífica trayectoria de estabilidad y desenvolvimiento políticos que durante ellos siguió la patria chilena, sólo fue superada, en el siglo pasado, por Inglaterra y Estados Unidos. En este período de oro de la historia de Chile, la colectividad nacional estuvo en su forma perfecta, porque el pueblo, con su sangre y su espíritu, se unió a un Estado que pudo escoger sus dirigentes entre una aristocracia dotada de las más excelsas virtuties y calidades morales e intelectuales.

     Pero, sobrevino la revolución de 1891. El espíritu liberal, que paulatinamente se había infiltrado en la vieja aristocracia portaliana, terminó por dominarla y disolverla. El triunfo obtenido en la guerra del '79 significó la perdición de la nación chilena, pues ese triunfo, al darnos los millones de la industria salitrera, hizo que la aristocracia tradicional abandonara su austeridad y sus virtudes, las que trocó por el ansia infinita de poseer montañas de dinero. Se presentó entonces para esa aristocracia dominada por el afán de lucro, el problema de que el espíritu de Portales que imperaba en el Estado chileno se oponia a que dicho Estado fuera envilecido por las potencias del dinero. Y ante tal resistencia, no le cupo a la aristocracia otro recurso que el de destruír violentamente aquel Estado, a fin de poder dar amplia satisfacción a sus ansias de botín.

     Esta lucha violenta entre la vieja aristocracia plutocratizada y el Estado portaliano tuvo su trágico desenlace en los campos de batalla de Concón y Placilla. Allí el Estado de Portales quedó destruído violentamente, para dar paso al Gobierno de una oligarquía partidista dominada por las ansias de riquezas.

     Desde el día mismo en que el Presidente Balmaceda, último representante del viejo espíritu de Portales, selló con su muerte el triunfo de la revolución, Chile dejó de estar en forma, dejó de ser una nación. El Estado se divorció del pueblo, y el mando del país, que había permanecido durante sesenta años en mano de sus hombres más ilustres y virtuosos, pasó al poder inconsciente de las asambleas políticas. El Presidente de la República y sus ministros constituyeron, desde entonces, simples instrumentos del Congreso, el que, a su vez, no pasó a ser rnás que un instrumento del capitalismo nacional e internacional.

     No quiero, con esto, significar que entre 1891 y 1920 no hayan llegado a la Presidencia de la República y a desempeñar los cargos ministeriales hombres rectos, probos, patriotas y bien inspirados; pero puedo afirmar que esos hombres fueron absorbidos y dominados por la fuerza del dinero, por cuanto no era ya una aristocracia austera y virtuosa la que inspiraba sus actos, sino que una plutocracia ávida de lucro y de placeres.

     Este divorcio del Estado y el pueblo, produjo, con el correr de los años, como natural consecuencia, la destrucción del pueblo chileno. Perdidas sus formas políticas tradicionales, las fuerzas morales internas que daban vigor y consistencia a ese pueblo, se disgregaron; éste se encontró cada vez más débil e indefenso, cada vez más desamparado de una tuición política eficaz, corrompido por la infiltración cada vez más audaz del dinero en sus capas dirigentes y el veneno del marxismo internacional en sus capas proletarias.


ÉPOCA "CORNELIANA"

     La destrucción del Estado tradicional operada en 1891, terminó, pues, con llevar a la destrucción y a la ruina a toda la nación chilena. Esta destrucción culminó en el período 1920-1924, en que quedaron sepultados los últimos restos del Chile tradicional. Desde entonces, la nación ha sido reemplazada por una masa anarquizada y sin alma, gobernada por el capricho de algunos caudillos. Se ha perdido en el conjunto nacional toda continuidad histórica, toda idea orgánica, toda finalidad de existencia. No es ya una nación la que vive sobre esta tierra, sino que un hacinamiento de individuos sin Dios ni ley, que se disputan con violencia sin igual los restos materiales de la nación. Es ésta la que los nacistas hemos denominado la época "corneliana" de Chile.

     Las fuerzas armadas, últimas depositarias de las viejas tradiciones, quisieron reconstituír, en un desesperado esfuerzo, el Estado de Portales, fuerte y austero. Pero, aunque inspiradas en los mejores y más nobles propósitos, carecían de experiencia política, por lo que fatalmente sus esfuerzos hubieron de estrellarse contra la acción politiquera y desquiciadora de las bandas partidistas. Todos sus sanos propósitos de dar al país un gobierno inspirado en los tradicionales principios de honestidad y rectitud política y que estuviera al compás con la nueva mentalidad social y económica de la época, se estrellaron contra el muro insalvable de los intereses creados en torno de los partidos y su obra de compadrazgos y componendas.

     El período de Ibañez fue, indudablemente, de un extraordinario progreso material para el país, pero faltó en él una concepción clara de la tarea de reconstrucción espiritual por realizar. Ibáñez quiso reconstituír el Estado, pero olvidó que al mismo tiempo era necesario reconstituír el pueblo. A esto se debió su fracaso y el que después de su caída el país haya continuado por el despeñadero.


NUESTRA MISIÓN ACTUAL

     He hecho esta breve exposición, porque deseo que el pueblo chileno comprenda que su misión actual es mucho más difícil de lo que por lo general se cree. No se trata de modificar un programa o de cambiar un partido por otro en el poder, sino que la tarea de esta hora es de reconstitución de toda la nación: reconstitución del pueblo chileno y reconstitución del Estado chileno. Tarea ardua, horriblemente ardua y que, aunque parezca jactancia el decirlo, será por muchos conceptos superior a la que llevó a cabo Portales.

     Portales, en 1830, tuvo a su disposición un pueblo y, sobre todo, una magnífica aristocracia, de modo que su labor se limitó a dar vida a un Estado para dirigir a aquel pueblo. Hoy, en cambio, falla el pueblo y falla el Estado. El pueblo de otros tiempos se ha transformado en una masa de harapos materiales abajo y de harapos espirituales arriba. Hoy carecemos en Chile de una aristocracia selecta, consciente de su misión y de sus deberes; en su lugar sólo existe una plutocracia sórdida y corrompida, dominada por una insaciable sed de lucro y cuyos hábitos depravados de vida constituyen la mejor demostración de cómo el comunismo ha penetrado en el corazón de la sociedad chilena.


UNA NUEVA ARISTOCRACIA

     Por lo tanto, la piimera tarea de esta hora consiste en crear una nueva aristocracia, que con su capacidad y sus virtudes esté en condiciones de imprimir al país los rumbos de honestidad y de justicia social que tanto anhela.

     A esta tarea se ha entregado con cuerpo y alma el Nacismo. Sus uniformes, insignias y banderas, constituyen los símbolos del misticismo fervoroso que se arraiga en el corazón de nuestros hombres; son ellos el emblema de las virtudes de esa nueva aristocracia en formación, virtudes que tienen por base el amor al trabajo, el espíritu de sacrificio, la honestidad en todos los actos de la vida y el más excelso patriotismo.

     Cuando observo en la calle algunas sonrisas irónicas al paso de nuestros hombres que lucen sus uniformes, no puedo sino compadecer a los desgraciados que no alcanzan a comprender el inmenso significado de esta exterioridad. Esta camisa de tocuyo, que hace igual a ricos y pobres, a caballeros y rotos, es el símbolo de la futura aristocracia de Chile, de esa aristocracia de nuevo cuño formada por el talento, el trabajo, la honradez y la justicia. Este uniforme dignifica al hombre que lo lleva, lo hace superarse a sí mismo, lo impulsa a afrontar estoicamente los más grandes renunciamientos y sacrificios.

     iYo os aseguro que Pablo Acuña no hubiera sabido caer como un valiente si su espíritu no hubiese estado empapado en el noble símbolo de su uniforme glorioso!.


UN NUEVO ESTADO

     En seguida de estructurar de nuevo al pueblo, devolviéndole sus antiguas virtudes, se hace necesario forjar el nuevo Estado chileno para que ambos, en común labor, reconstruyan la nación chilena.

     Ese nuevo Estado deberá estar inspirado en los tradicionales principios del Estado portaliano.

     Reimpondremos, por lo tanto, los nacistas, el dominio del Estado sobre el dinero y el sometimiento severo del pueblo a la acción gubernativa. Daremos a las masas populares los mejores hombres para su gobierno; restauraremos en el poder el principio de mando, según el cual son los gobernantes los que dirigen al pueblo, en oposición a las actuales prácticas, en que el gobierno del país está sometido al caudillaje anónimo e ignorante de las asambleas.

     Pero junto con imponer el principio de mando, impondremos también la más amplia responsabilidad de los gobernantes, pues no queremos que lleguen a La Moneda ministros que impartan órdenes torpes y absurdas, y que en seguida se escuden en los carabineros para
eludir sus responsabilidades.


ESTADO FUERTE

     Se afirma que este concepto del gobierno constituye el endiosamiento de las dictaduras; que él significa robar al pueblo sus derechos inalienables. A ello contestamos los nacistas que, en la hora actual, el pueblo no tiene derechos sino sólo deberes. El individuo por sí mismo no significa nada, pues sólo los pueblos organizados, que laboran esforzadamente y estrechamente unidos bajo la dirección de un Estado fuerte y capaz, que interpreta honradamente sus necesidades y anhelos, se elevan a la categoría de naciones vigorosas, con derecho a tener un lugar destacado en la Historia.

     Son los gobernantes y no las asambleas los que hacen la historia de los pueblos. Son ellos los que deben saber cumplir en todo momento con sus deberes y asumir la responsabilidad por sus actos hasta los más extremos sacrificios, si las circunstancias así lo requieren. Son ellos los que deben ser los primeros "servidores del Estado".

     Dentro del gobierno Nacista, ser Jefe significa, en primer lugar, servir al Estado con su ejemplo y sacrificio, para así estar en el derecho de poder imponer este sacrificio a todos sus subordinados.

     Y debe también el Jefe saber despersonalizar su acción. A este respecto declaro aquí que yo consideraría totalmente fracasada mi obra si, después de llegar al poder, me formara el convencimiento de que la maravillosa tarea que desde allí realizaremos, fuera a caer derribada el día en que el Jefe desapareciese. Nuestra gran aspiración es forjar una tradición con nuestros actos; es constituír un Estado en que el que gobierne sea el Gobierno y en que el pueblo respete al Gobierno por el solo hecho de ser tal y sin consideración a la persona que accidentalmente desempeñe el mando.

     De allí que el cargo más injusto que pueda hacérsenos sea el de que queramos implantar una dictadura. Lo que perseguimos los nacistas es estructurar de nuevo a la nación, constituyendo un pueblo espiritualmente fuerte, sobre la base de nuestra tradición centenaria, y un Estado también fuerte que palpite al unísono con ese pueblo.

     Sólo mediante la reconstrucción de estas bases previas, le será posible al país volver a encontrar sus grandes derroteros, volver a ser sujeto de la Historia, como lo fue en el siglo pasado.


BASES DE ACCIÓN POLÍTICA

     Dentro de la concepción nacista de la política, lo fundamental para obtener el triunfo es disponer de un pueblo organizado y dotado de una sólida base espiritual, y de un Estado dirigente que comprenda y sepa satisfacer las necesidades y aspiraciones de ese pueblo. Lo secundario son los programas de realizaciones inmediatas, por cuanto existiendo ese Estado y ese Pueblo, es seguro que la Nación sabrá encontrar su camino.

     Pero como es necesario tener una concepción clara y precisa de la labor por realizar, también el Nacismo dispone, si no de un prograrna rígido al estilo de los partidos liberales, por lo menos de lineas directrices de su acción política, económica, social y espiritual.


ORGANIZACIÓN CORPORATIVA

     En materia política, el Nacismo establecerá el Estado Corporativo. La fuerza política del país será estructurada sobre la base de la producción y el trabajo. Las corporaciones, organizadas en concordancia con las diversas actividades nacionales, reemplazarán, como fuerzas políticas, esas masas informes e ineptas que se denominan partidos.

     Las corporaciones serán las verdaderas inspiradoras de la acción gubernativa. Ellas estudiarán técnicamente los diversos problemas nacionales y darán al Gobierno los medios necesarios para transformar en realidad esos estudios.

     Las corporaciones serán las herramientas con que el Estado Nacista realizará prácticamente su labor de progreso colectivo.


DEPURACIÓN ECONÓMICA

     Las bases de la economía nacional serán radicalmente modificadas. El concepto de lucro que impera actualmente en ella será reemplazado por el de función social, en cuya virtud el interés colectivo deberá predominar siempre sobre el particular.

     Actualmente es el dinero el que manda e impone sus exigencias a la colectividad y al propio Estado. Bajo el Estado Nacista, el dinero deberá volver a su función natural de colaborador en el desarrollo de la economía en lugar de su actual papel de estrangulador de ella.

     En la lucha entre los grandes intereses nacionales y el interés particular de los potentados del dinero, el Estado fuerte y genuinamente aristocrático del Nacismo impondrá el predominio sin contrapeso de los primeros sobre el segundo. No habrá, por lo tanto, bajo su égida, "magos financieros" al servicio del imperialismo extraño, sino que habrá sólo estadistas al estilo de Portales y Balmaceda, dispuestos, si es necesario, a morir por defender la causa de la patria.


LA PROPIEDAD, FUNCIÓN SOCIAL

     En materia de propiedad, el Nacismo reconoce este derecho, que es tan inalienable para el hombre como la sangre que corre por sus venas.

     Pero la propiedad, junto con tener derechos, impone pesados deberes. En consecuencia, la propiedad será ampliamente amparada y defendida bajo el Estado Nacista, siempre que su explotación redunde en beneficio de la colectividad. Ella existe, no para estrujar al débil, sino que para ayudar a prosperar a toda la nación.

     Cada ciudadano en condiciones de trabajar debe tener opción a poseer un pedazo de tierra, por lo que una de las preocupaciones primordiales del Nacismo será fomentar la más amplia extensión del dominio de la tierra, principalmente entre las clases más menesterosas.

     La agricultura, la industria y el comercio recibirán un formidable impulso bajo la acción del nuevo Estado, pero les será exigido que colaboren estrechamente en beneficio de la grandeza nacional.

     No se permitirá, por lo tanto, a estas actividades, que especulen con la miseria del pueblo y que paguen salarios de hambre a sus obreros y empleados. El productor tendrá derecho a sus legítimas ganancias, pero no se considerarán tales aquellas que se obtengan a costa de la miseria de las masas obreras y campesinas.


MISIÓN DE LAS CLASES SOCIALES

     En materia social, ya he dicho que el Nacismo formará una nueva aristocracia.

     No reconocemos el principio marxista que niega la necesidad de la existencia de las clases sociales y pregona su desaparecimiento; las clases sociales son indispensables y su existencia emana de la Naturaleza misma. Por consiguiente, lo que debe desaparecer no son las clases sociales sino que la explotación y esclavización de unas clases por otras.

     No acepta, según esto, el Nacismo, la situación social existente hoy en Chile, de una plutocracia egoísta y corrompida, que tiene sometido a su yugo dorado al pueblo trabajador y a las clases medias. La actual sobreproposición de clases será, pues, reemplazada por una yuxtaposición de ellas, en forma de que todas, cada cual en su respectiva esfera de actividad, colaboren armónicamente al fin único del engrandecimiento nacional.

     El obrero y el campesino pasarán a constituír clases sociales tan dignas como la aristocracia, con la sola diferencia de que los deberes de la aristocracia serán más rudos y difíciles de satisfacer que los de las otras clases.

     Organizaremos nuestras falanges de trabajadores, libertando al obrero de sus actuales miserias morales y físicas. El pueblo trabajador, que hoy se presenta como un andrajo humano, pasará a constituír la parte más sana y más noble de la raza chilena, aquella que servirá de eterno generador de las capas sociales dirigentes.

     Como ya lo he dicho, el papel más rudo dentro del Estado Nacista recaerá sobre la aristocracia gobernante. Ella deberá sacrificarlo todo a las tareas del gobierno, en tal forma que sus altas funciones serán incompatibles con las del lucro personal. El gobernante nacista no irá a lucrar con su cargo sino que a servir en él a la nación con el máximo de dedicación y de espiritu de sacrificio. Todas sus actividades particulares deberá abandonarlas, para entregarse por entero al servicio colectivo

     Esa aristocracia, que ya se está formando en las falanges nacistas, no será de la sangre y del dinero, sino que serán la capacidad, la honestidad y el desinterés patriótico, las medidas que regularán sus jerarquías.


SERVICIO DEL TRABAJO

     En el Servicio del Trabajo que deberán prestar todos los jóvenes a la edad de 18 a 20 años, se aunarán, en un común esfuerzo en beneficio de la colectividad, el hombre del pueblo y el jovencito "bien", el hijo del taller y el hijo del palacio. Todos, estrechamente unidos, laborarán en las falanges del trabajo. Allí las clases sociales se fundirán en un estrecho abrazo de confraternidad y de concordia; alli el "roto" aprenderá a conocer al "caballero" y éste a aquél, y este contacto íntimo producido en las rudas faenas del trabajo manual, acercará más sus espíritus y los llevará a una amplia y recíproca comprensión.

     Nuestras falanges del trabajo así constituídas realizarán soberbias obras de progreso material. Mediante su esfuerzo surgirán puentes y caminos a lo largo del territorio, se tornarán fértiles las tierras hoy incultivadas, y toda la nación vibrará al unísono en un poderoso ritmo de labor y de pujanza. El territorio nacional volverá a cubrirse con batallones de millares de jóvenes vestidos de overol, pero éstos ya no irán armados de fusiles y ametralladoras para "balear rotos", sino que sus armas serán la pala y la azada para hacer fructificar la tierra, y la plana y el martillo para construír viviendas para esos rotos.


DIGNIFICACIÓN MORAL

     Por último, laborará el Nacismo por la dignificación moral del país.

     Hoy los elementos de las capas más cultas y distinguidas de la sociedad son los que más bajo han caído moralmente. Ellos se sienten conformes y satisfechos, porque existe un presupuesto equilibrado, sin pensar en las infinitas miserias morales que azotan al pueblo. Y a este respecto, afirmamos categóricamente que es la actual plutocracia chilena la que más relajada se encuentra en su moral y sus costumbres.

     Moralizar significa vivir dentro de principios de honestidad y de justicia, y es por ello que un Estado que aspire a implantar una verdadera moral entre sus gobernados, deberá siempre inspirarse en los principios del espíritu cristiano.

     Se nos ha hecho el cargo de que somos sectarios, porque hemos proclamado abiertamente la defensa de la religión bajo nuestro Estado Nacista. Pero si esto hacemos, no es por espíritu de secta sino porque tenemos la absoluta convicción de que un pueblo no puede vivir sin religión.

     Fomentaremos y defenderemos, por lo tanto, la verdadera religión de Cristo en nuestra tierra. Haremos a este respecto todo lo contrario del partido conservador; alejaremos a la Iglesia de la política y reivindicaremos el espíritu cristiano para las masas. Devolveremos a la Iglesia su prestigio en el pueblo y la colocaremos ante la conciencia nacional en el pedestal de que jamas debió ser bajada.

     Y dentro de este mismo espiritu, implantaremos la verdadera justicia de Cristo, porque ser cristiano no significa tanto salir en procesiones, como ser justo, comprender las miserias populares y otorgar al débil el apoyo y el amparo a que humanamente están obligados los fuertes y poderosos.


LA MUJER

     En esta misión de reeducación espiritual del pueblo, tendrá una labor descollante la rnujer chilena. Por eso la hemos incorporado a nuestras filas según resolución reciente.

     Deseamos que la mujer actúe al lado nuestro, dentro de su verdadera y sublime misión social. Ella tiene como principal deber el de ser madre y dar hijos sanos y robustos a la patria, lo que no sólo significa tener hijos sino saber criarlos y educarlos dentro de la tradición de sus padres, a fin de que ellos sean los portadores del alma nacional a las generaciones futuras.

     Dentro de esta misma finalidad, implantaremos también el Servicio Femenino del Trabajo, para la educación especialmente de las niñas de la alta sociedad. Éstas, en vez de pasar su vida en el ocio y los pasatiempos insulsos, irán a los hospitales a curar enfermos, irán de maestras a las escuelas para enseñar a los hijos del pueblo, irán a los barrios obreros corno visitadoras sociales, a paliar las miserias físicas y morales de los desamparados de la fortuna.

     iLa mujer nacista será la leal y esforzada colaboradora del hombre en su gran tarea redentora!.


UNA INVOCACIÓN

     He efectuado esta larga exposición, para hacer llegar hasta los chilenos que me escuchan las líneas fundamentales de la obra de reconstrucción que el Nacismo ha emprendido. Esa obra no podrá ya sernos arrancada de las manos. La hemos iniciado con enormes sacrificios y no cejaremos hasta haberla llevado al más esplendoroso de los triunfos.

     Hemos extraído del fondo de los corazones chilenos sus últimas y mejores reservas espirituales, y con ellas hemos formado el ejército invencible del Nacismo. Ese espiritu nuestro, que se manifiesta en toda su potencia en nuestras Tropas de Asalto, no tardará en imponerse a toda la conciencia nacional. Se nos podrá perseguir, encarcelar, matar; pero lo que nunca habrán de conseguir nuestros adversarios será destruír el espíritu nacista, que palpita ya en tantos millares de corazones chilenos.

     Por esto hago una invocación a los actuales gobernantes chilenos y a los hombres dirigentes de los partidos políticos, para decirles que si conservan aún un resto de conciencia, una migaja siquiera de patriotismo, están en el deber de no seguir obstruyendo la marcha triunfal del Nacismo y dejar que nuestro Movimiento surja y se imponga cuanto antes en todo el país.


LA MISIÓN DE CHILE

     La América Ibera sufre, en estos momentos, en forma más ruda que nunca, la presión insolente del imperialismo yanqui, que amenaza estrangularla. Ya los chilenos podemos presenciar el cuadro doloroso de nuestro salitre, nuestro cobre, nuestra energía eléctrica y todas nuestras principales riquezas entregadas incondicionalniente al capital norteamericano, el que terminará por absorbernos completamente, si en un enérgico esfuerzo no nos libramos de su garra opresora.

     Estamos, pues, los pueblos de esta América, en la obligación imperiosa de unirnos, para defendernos de la presión imperialista. Y esta unión deberá efectuarse bajo la inspiración de Chile, que siempre ha sido la raza fuerte del Continente. Nuestro país debe reconquistar la primacía espiritual que tuvo en otros tiempos ante los países hermanos, a quienes está en el deber de señalar los derroteros para obtener la unión que todos anhelan.

    Se dirá que es pretensión y vanidad que cuatro millones de hombres quieran ser los directores de todo un continente. Pero a quienes así piensan, yo les recuerdo que en el siglo pasado Chile tuvo firme y orgullosamente en sus manos la dirección espiritual de nuestra América. Y también les recuerdo a esos escepticos que el pueblo romano, constituído en sus orígenes por un puñado de hombres, pudo, sin embargo, extender su mando a todo el mundo entonces conocido, y elaborar instituciones que hasta hoy día influencian poderosamente la vida del orbe civilizado.

     Al hacer esta comparación, no quiero insinuar que el pueblo chileno vaya a imponerse a sangre y fuego sobre sus hermanos de América; lo único que afirmo es que este pueblo, con su raza viril y pujante y su historia extraordinaria, tiene el derecho y el deber de volver a dirigir espiritualmente el Continente, para formar en él un férreo bloque de resistencia a toda opresión imperialista.

     Y en prueba de que así lo haremos, yo os pido que en esta hora solemne, en que se inicia la etapa decisiva en la marcha de nuestro Movimiento, prestemos, una vez más, la promesa del nacista, de entregarnos por entero a luchar por la redención de la Patria:

     «En el nombre de Chile, en el nombre de los que labraron el prestigio y la gloria de Chile, juro consagrarme, por entero y por siempre, a la grandeza de Chile».–




Jorge González von Marées
por Tito Mundt, 1965


     El 12 de Abril de 1932, un desconocido abogado llamado Jorge González von Marées fundó, en el Teatro Providencia, un extraño partido llamado el Movimiento Nacional Socialista de Chile. Fue antes de que Hitler subiera al poder y antes de que Grove llegara a La Moneda.

     Habló entre unos muchachos con camisas grises y unas banderas de la Patria Vieja, cruzadas por un rayo rojo. Jorge González fue el jefe del nacismo. Jefe de las tropas de asalto era Fernando Ortúzar Vial, y jefe del Departamento Doctrinario era René Silva Espejo. Sus partidarios más entusiastas llevaban los siguientes nombres: Carlos Keller, Mauricio Mena, Javier Lira Merino, Javier Cox, Gustavo Vargas Molinare, César Parada, Fernando Guarello, el "Ruca" Vergara y tantos más.

     Jorge González habló durante una hora, y a la salida hubo tiros. Los primeros tiros del nacismo.

     El partido creció rápidamente. Lo odiaban la Derecha y la Izquierda. Había disparos en las calles y bofetadas en la Universidad. Cayeron los primeros muertos. Se fundó el diario "Trabajo", y del '32 al '38 se disputó, palmo a palmo, y bala a bala, el dominio de las calles con los socialistas, que eran mucho más valientes que los comunistas en la brega política.

     Jorge González fue diputado durante ocho años, y un día disparó un tiro en el Congreso Nacional, que pasó a escasos veinte centímetros de la pacífica cabeza de don Miguel Cruchaga Tocornal, y a un metro del León [Arturo Alessandri], que se puso pálido. Lo apalearon los carabineros junto a Gabriel González, Justiniano Sotomayor y Fernando Maira. Era el 21 de Mayo de 1938.

     Cuando cayó herido a bala el poeta Barreto (socialista), en el Café Volga, la Izquierda desfiló al grito de "La cabeza de Von Marées". El jefe nacista no se inmutó. Sólo dijo en su cuartel: "Aquí está mi cabeza... Firme sobre mis hombros... Vengan a tomarla si se atreven". Nadie se atrevió.

     Los nacistas eran pocos, pero decididos. Cinco nacistas valían por diez socialistas, cincuenta comunistas y quinientos falangistas.

     Jorge González fue distinto a todos los políticos chilenos. Solitario, empecinado, introvertido, de pocas palabras, poco sonriente, duro, firme y decidido, tenía pasta de jefe y fue el jefe, sin discusión, del nacismo, y, más tarde, de la Vanguardia Popular Socialista, durante diez años.

     Organizó el golpe de Estado del 5 de Septiembre de 1938, causa de que sesenta y tres muchachos cayeran asesinados en el Seguro Obrero, por culpa de una orden criminal de la cual se hizo públicamente responsable don Arturo Alessandri Palma, y cuyo nombre ustedes conocen de sobra y que ahora está bajo tierra.

     Fue el jefe del único movimiento que ha tenido una juventud capaz de luchar con la pistola en la mano, asesinada por unos pobres carabineros, que cumplieron mecánicamente una orden canallesca, en los pasillos y escaleras del Seguro Obrero, que desde entonces se llama la "Torre de la Sangre".

     Por Jorge González se murió en la lucha. Por otros se ha votado únicamente.

     Después se desilusionó, cambió de posición, fundó la VPS, se acercó a los socialistas, se desilusionó de la Izquierda que vive haciendo discursos líricos y académicos y que termina haciendo revolución en el Congreso, en vez de hacerla en la calle para tomarse el Poder.

     Defendió a Pedro Aguirre, cuando se levantó Ariosto Herrera, el 19 de Octubre de 1939. En el '42 levantó por segunda vez la candidatura de Ibáñez, como lo había hecho en el '38, sin creer en él. Lo acusaron de loco y lo llevaron a la Casa de Orates, en un acto que no tiene calificación de ninguna especie.

     Triste, desilusionado y solo, murió un día cualquiera hace algunos años, en Chile, y lo fueron a dejar algunos de los que aún seguían siendo sus partidarios. Pero el día en que se escriba la verdadera historia de este solitario y extraño líder se verá que en las filas de su partido figuró una larga lista de nombres que hoy día están en casi todas las barricadas políticas, en todos los puestos de mando, en todos los bancos parlamentarios, en todas las candidaturas, en todas las posiciones más opuestas en apariencia al nacismo, y que un día no vacilaron en ponerse la camisa gris y en levantar el brazo derecho en un viejo cuartel que ya no existe, en la calle Huérfanos 1540, y que se llamó el MNS.

     Vivió una apasionada historia que habrá que escribir algún día. No faltará el tonto diplomático que agregue que fue liberal después de haber sido jefe de la VPS. No importa.

     Fue, antes que nada, nacionalsocialista y hombre de Izquierda, el mejor parlamentario que ha tenido la Cámara en muchos años, y un hombre de Izquierda integralen el fondo. Si no, que lo diga el proyecto que presentó en el Congreso, y que es lo más prácticamente anti-imperialista que se haya hecho en Chile.–






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